-¡Eh, vejete, dame la pasta o te mato!
El quebradizo anciano que acababa de salir del banco se giró y miró con gesto hastiado al amenazador ratero. De repente, y antes de que el atacante pudiera reaccionar, la víctima en potencia le propinó un bastonazo en la cabeza tan fuerte que lo tiró al suelo, circunstancia aprovechada a continuación para rematar la jugada con una patada tan dolorosa como humillante.
Cuando el caco se recuperó levemente del sorpresivo ataque de la que se suponía que era su presa, estaba furioso; ya no quería su dinero, sino su sangre. Sacó una pistola, apuntó y disparó dos veces a esa espalda encorvada que intentaba escapar. Al recibir los impactos, el anciano se tambaleó y quedó arrodillado en medio de la callejuela.
El agresor iba a gritar de júbilo, pero no le dio tiempo: el anciano se acababa de incorporar y se había despojado con agilidad de gabardina y pantalones. Como única vestimenta, una especie de pijama azul ceñido a su marchito cuerpo, con una enorme S mayúscula de centelleante color rojo en el centro de su pecho.
Las últimas palabras grabadas en el cerebro del delincuente antes de ser despiadadamente lanzado por los aires y aterrizar a las puertas de una comisaría, fueron la recomendación del anciano: “La próxima vez que me ataques, prueba con la kriptonita, majadero”.
El quebradizo anciano que acababa de salir del banco se giró y miró con gesto hastiado al amenazador ratero. De repente, y antes de que el atacante pudiera reaccionar, la víctima en potencia le propinó un bastonazo en la cabeza tan fuerte que lo tiró al suelo, circunstancia aprovechada a continuación para rematar la jugada con una patada tan dolorosa como humillante.
Cuando el caco se recuperó levemente del sorpresivo ataque de la que se suponía que era su presa, estaba furioso; ya no quería su dinero, sino su sangre. Sacó una pistola, apuntó y disparó dos veces a esa espalda encorvada que intentaba escapar. Al recibir los impactos, el anciano se tambaleó y quedó arrodillado en medio de la callejuela.
El agresor iba a gritar de júbilo, pero no le dio tiempo: el anciano se acababa de incorporar y se había despojado con agilidad de gabardina y pantalones. Como única vestimenta, una especie de pijama azul ceñido a su marchito cuerpo, con una enorme S mayúscula de centelleante color rojo en el centro de su pecho.
Las últimas palabras grabadas en el cerebro del delincuente antes de ser despiadadamente lanzado por los aires y aterrizar a las puertas de una comisaría, fueron la recomendación del anciano: “La próxima vez que me ataques, prueba con la kriptonita, majadero”.