11 mar 2012

Vaya, ¿somos realmente los aristócratas tan peculiares? ¿Qué opinan ustedes?


Lo primero que hizo la señora marquesa fue dar un alarido impropio de su alta cuna. Lo segundo, llamar con voz desesperada a su fiel y segura servidora:
-¡Merceditas, ven inmediatamenteeeee! ¡Que me da un soponciooooooo!
Todo era menudo en Merceditas: su estatura, su voz, sus pasos al correr en auxilio de la señora, su sueldo, y hasta su nombre.
-¿Qué le sucede, señora? –preguntó, con suma mesura.
Si la señora marquesa no hubiera sido víctima de los nervios, habría podido explicarle que al pasar por el salón había girado su perlado cuello hacia la derecha para admirar su distinguida imagen en un hermoso espejo, regalo de Cuqui de las Rozas. Mas, ¡ay!, en lugar de encontrar el reflejo de su enjoyada y señorial madurez, no vio nada. Absolutamente nada. El susto había sido morrocotudo.
La noche anterior, la señora marquesa había padecido insomnio. Como era demasiado tarde para llamar a alguna de sus amigas, encendió el televisor. Ante su noble yugular apareció, en plena acción, un vampiro de celuloide. A la señora marquesa no le estremeció el afán succionador del protagonista, sino que un conde tan apuesto y con tanta clase no se reflejara en el espejo.
Y ahora, a ella le había sucedido lo mismo. Por más que pasaba una y otra vez delante del regalo de Cuqui de las Rozas, la marquesa simétrica se resistía a aparecer. ¿Cómo explicárselo a Merceditas, si estaba tan aterrorizada que la voz no le salía del cuerpo? Se limitó a señalar varias veces con su ensortijado índice hacia la pared.
Merceditas era menuda, pero menuda era Merceditas; conocía bien a la señora, e interpretó rauda y veloz aquellos aristocráticos gestos.
-Si lo que quiere saber es dónde está el espejo –aclaró-, me lo he llevado para limpiarlo. Enseguida se lo traigo.
De repente, la señora marquesa comprendió el misterio: no se había reflejado… ¡porque el espejo no estaba! ¡Pero qué atolondrada…! Qué susto…Durante unos angustiosos instantes, había pensado con horror que, por desconocidos avatares del destino, la vida la había degradado a condesa.