En un lugar que no es ni el origen ni el fin del mundo, una maravillosa paradoja de la naturaleza decidió instalarse y echar raíces: por una parte, es una empinada ladera sobre la que se extiende un extraordinario prado escandalosamente verde; a lo largo de su desnivel imposible, las vacas pastan en plácido y admirable equilibrio, sin miedo a las alturas.
De repente, al llegar a la cima, la hierba desaparece de forma brusca: al otro lado, se abre un acantilado tan bello como traidor, abrupto mirador de vientos fascinados por el indómito mar.
No es que el paisaje sea hipócrita, pero sí tiene dos caras. Por algo es el lugar en el que agua, tierra y aire permanecen unidos por los colores más fríos de la contradictoria naturaleza.
Hace tres meses, un empresario adquirió una mansión deshabitada cercana a mi palacete y la vació por completo de trastos viejos. Yo, como aristócrata decadente, no pude evitar hurgar en los contenedores, donde encontré varios cuadernos con historias variopintas. El caserón abandonado es ahora un prostíbulo de lujo y yo me he convertido en improvisado editor de estos relatos sin título y sin autor, haciendo de mi ocio un tiempo útil. Les invito a leerlos.
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Este aristócrata ocioso y decadente leerá sus opiniones con sumo interés.